Fuera de la estación, en unos puestos algo precarios, se exhiben mil cosas que Ana nunca había visto. Abanicos de papel pintado o con encajes de nylon, decorados con rosas de colores sorprendentes; toreros cimbreados; gitanas con su bata de cola; toros adornados con cintas; caballeros reverenciosos, peinados como putas de lujo (deducido de ciertas lecturas que su hijo, el pequeño, le hacía antes de la guerra). Y más cosas: reproducciones en metal dorado de la Torre del Oro, mantones de Manila (viejo sueño de Ana no), sombreros cordobeses… Y Vírgenes. Todas. O sea, todas las identidades con las que se ha travestido a la Santa Virgen. Innumerables. Y frutas. Y dulces.
Ante Annae oculos ars humilis et ingenium elaboratum Hispalensis populi exponebantur: res incredibiles ornatae, taurologi et tauri picti, Virgines in totis nominibus, et alia et dulcia.
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